... impedía comprender las aburridas indicaciones que Paty despotricaba, relacionadas obviamente con mi nuevo trabajo y acompañadas generosamente, de vez en vez, por una sonrisa retante, casi socarrona. Una de esas sonrisas que te gritan: "Sí, soy una golfa, pero no creo que merezcas mi coño; soy una puta, pero no TU Puta". Esas sonrisas que te inhiben, que te hacen tartamudear y que evidencian que efectivamente eres un pobre pendejo que no está a la altura ni de las botas de imitación gamuza.
Mi cortejo con mi compañera comenzó el mismo día que entré a trabajar; decidí que una flor en su escritorio o una invitación a tomar un helado serían la llave para acceder a esa jungla de lujuria. Poco tiempo pasó para darme cuenta de que no sólo era esa potente atracción sexual, sino un amor genuino que germinaba en mi corazón, un deseo no sólo por ese cuerpo de tentación, sino también por esa alma cándida que podía adivinarse en las conversaciones que teníamos en la redacción o en el pequeño local de comida corrida frente a la editorial, al que la invitaba constantemente para siquiera sentir su cercanía entre órdenes de arroz y costilla en mole verde.
Lejos de proponerle un acostón en algún motel cercano o, incluso, tomar una copa en algún bar de trasnochadores, mis invitaciones eran blancas, desprovistas de ocultas intenciones. Quería conocer su alma; aposté a que ninguno de aquellos buitres que la rondaban persistentemente buscaban el acercamiento con detalles rosas. Mi ...
... cortejo de amante a la antigua no sólo pretendía llegar a ella por una ruta inusual, sino también estaba consciente de que un acercamiento que desembocara en las sábanas de una cama estaba condenado al fracaso rotundo, dada mi falta absoluta de hombría y mi estupidez amatoria. ¿Cómo un portento como ése iba a aceptar a un guiñapo con pene minúsculo y, encima, fláccido? ¿Cómo esa dechada de sexualidad iba a ser consecuente con unos dedos inexpertos y una boca eróticamente inoperante? Mi problema no se remediaba con la pastilla azul, pues mi impotencia era casi legendaria y de nacimiento; tampoco con los consejos de un amigo campechano ni con el estudio de una película porno. Simplemente, no soy un hombre como tal, y había que aceptar eso antes de encaminar otra avanzada hacia la mujer que ya amaba con locura. No quería perderla y ni siquiera la tenía.
Paty me trataba con cierta condescendencia, como quien le dice a un niño de tres años que sí para que deje de molestar. No manifestaba el menor interés en mí; lejos de eso, me platicaba de sus amores y anteriores novios. Yo no quería caer en la famosa friendzone, pero era eso exactamente lo que estaba logrando: ser un amigo y confidente.
Al confesarle mis intenciones de tener un noviazgo serio con ella, siempre respondía con evasivas, como quien gusta del juego en el que está inmersa, pero no quiere dar el siguiente paso. Me sentía como que se pitorreaba de mí, como que le divertía mi acecho, pero no estaba dispuesta a ...