... formalizar nada. De hecho, en una ocasión y luego de un par de copas en algún evento periodístico al que acudimos juntos, se me ofreció descaradamente, pero yo no quería llevar la relación al plano sexual, por las razones ya conocidas. Me desconcertó su "apertura sexual", por no decirle putería, al estar dispuesta a darle las nalgas al que consideraba sólo su amigo, pero estaba tan eclipsado por su presencia, que le restaba importancia a las señales que, más con otros que conmigo, hasta un ciego hubiera detectado... signos de que era toda una golfa que no necesitaba ni el nombre del dueño de la verga que quería que le metiera.
Me negaba a ver la realidad. Y es que el amor es el mejor cegador que existe; le restaba importancia a las múltiples llamadas que recibía de misteriosos "amigos", a los besos casi en la boca (y muchas veces en la boca misma) que no tenía empacho en prodigar a todo macho que llegara de visita a la redacción. Me obligaba a ignorar los diferentes automóviles que pasaban por ella a la editorial, siempre con hombres distintos al volante que la saludaban como si fuera no una novia, sino una callejera que acepta un cliente en su esquina. Me negaba a ver los descarados besos en los labios y las manos que sin pudor manoseaban su trasero al subir a esos coches; incluso, me llamó particularmente la atención uno de esos "amigos" que, caballerosamente, le abría la puerta del coche, nalgueándola con desfachatez sin que ella pusiera el menor reparo.
Lo ...
... aceptara o no, finalmente no era de mi incumbencia, pues la putona de mis sueños no era más que una amiga a quien yo cortejaba sin el menor recoveco de entrada a su intimidad. Yo estaba para escucharla, no para recriminarla. Por eso y por mi negación de los hechos evidentes, continué pensando que todo era producto de mis celos y decidí no comentarlo con nadie. No obstante, al darse cuenta de mi interés serio y romántico por ella, algunos compañeros de trabajo me insistían en que dejara de lado ese acoso amoroso, que no era para mí y que no me convenía; muchos (y sobre todo muchas) le llamaban "Puty" a sus espaldas, apodo que después corroboraría que le iba como anillo al dedo. Yo me negaba a aceptarlo y adjudicaba todo a las habladurías comunes en espacios laborales, mismas que se forman por la envidia o el resentimiento.
Justo cuando estaba a punto de perder las esperanzas, mi vida dio un vuelco enorme luego de una noche de viernes en la que me pidió que la acompañara a su departamento. Salíamos de trabajar y nos preparábamos para el letargo del fin de semana, cuando me comunicó que tenía algo importante qué decirme. Yo no tenía auto, por lo que abordamos un taxi en el que le rogué sin éxito que me adelantara algo, pues nunca en los más de nueve meses que llevábamos trabajando juntos me había pedido que la acompañara a su casa. El trayecto de incertidumbre duró poco más de media hora, hasta que entramos a su apartamento en la zona de Lindavista, al norte de la CDMX.
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