Yo siempre fui un hombre sencillo y bueno. De niño nunca pelee ni agredí a nadie: En cuanto al sexo, nunca supe casi nada, pues mis padres eran evangélicos; y cuando llegué a los 25 años, ellos me dijeron simplemente que era la hora de casarme.
En la congregación habían muchas chicas bonitas que deseaban hacer un hogar. Todas ellas eran bien portadas, educadas, y muy ingenuas en cuanto al amor. Pero la mejor de todas era Isabel.
Me casé con ella, porque me gustó su carácter suave y reservado. Además era alta y hermosa, y tenía unas pantorrillas gruesas, bien formaditas y velludas. Sus brazos eran también velludos y suaves. Sus caderas muy anchas, hacían pensar que debajo de esas largas faldas que ella usaba, habían unas piernas gruesas y bonitas. Su rostro era lindo, blanco, con dos lunares negros que le quedaban tan bien; y siempre sonreída, con esa sonrisa tan tímida, mostrando sus dientes perfectos y blancos.
Pero yo tenía un grave problema: Después de seis meses, no solo no había consumado sexualmente mi matrimonio con ella, sino que tampoco podía hacerlo, porque por causas que los médicos no entendían, no podía alcanzar una erección duradera.
Eso me entristeció muchísimo, y conforme pasaba el tiempo, yo me iba angustiando más, ya que las veces que la vi desnuda y con poca ropa, no podía imaginarme que pueda existir una mujer más voluptuosa y sensual que Isabel. Ella por su parte, como mujer virtuosa y decente que era, solo callaba. Y del tema ninguno de ...
... nosotros quería hablar.
Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, empecé a notar que mi inocente e inexperta esposa, mostraba por momentos un creciente interés por la vida sexual de pareja que; al darse cuenta de mi dolor y mi impotencia, ese interés lo ocultaba de inmediato, y me abrazaba diciéndome que el sexo no era todo, y que habían cosas más importantes en la vida.
Pero lo que me cambió, y me resolvió a hacer lo que hice, fue una noche en la que ella, dormida en ropa interior me mostró: Rendida de hacer las tareas del hogar se había acostado, puesta tan solo un calzón rosado, de encaje transparente. Sin sostén, sus grandes senos blancos y magníficos brotaban con una profunda sexualidad. Sus gordos muslos blancos, surcados por unos vellos suaves y delicados, contrastaban con un monte de Venus grande, abultado y peludo, que parecía pedir sexo a gritos. La mujer que yo contemplaba no era el de una mujer recatada y honesta, era el cuerpo de una hembra hermosa, esperando ser poseída por un hombre normal, y bien dotado.
Y comprendiendo que ese hombre no podía ser yo, resolví en ese instante, que ella necesitaba, y debía hacer el amor con otro hombre, con mi consentimiento. Mi decisión estaba tomada. No era una decisión erótica que me excitaba con morbo, No. Solo me movió el amor que sentía por ella, y mi deseo que disfrute también de la vida.
Pero hablar con ella sobre el tema, era algo imposible de pensar, por causa de sus creencias morales. Yo en cambio, podía ...