El detergente que me protegía las manos al principio pareció darme buen resultado; luego, al igual que los demás, también falló, de manera que inevitablemente veía como las manos se me surcaban y envejecían a pesar de mis treinta y cinco años. En alguna de las tareas, como la de amasar la harina del futuro budín, podía ensimismarme durante casi una hora; entonces sonaba el teléfono, pero no era fácil tomar el tubo con las manos sucias de masa, y porque las formas usuales de conversación palidecen y pierden sentido cuando el interlocutor lleva una vida rutinaria y sin atractivos para contar. Así habían ido menguando mis amistades con los años.
- Lamentablemente te tengo que confirmar lo que sospechábamos - me dijo su amiga. - ¿Estás completamente segura? - pregunté con lágrimas en los ojos. - Lo vi salir del hotel ayer por la noche con esa mujer. - Se me dibujó el rostro sonriente y complaciente de Jorge, mi marido; a quien le había mantenido la más absoluta fidelidad durante casi cinco años; con quien había pasado las penurias económicas de los primeros tiempos; a quien había intentado complacerlo de tantas maneras; a quien le preparaba aquellas comidas que engullía al llegar de la oficina, sin siquiera entender el sacrificio de la resignación y el abandono de las metas personales. ¡Cinco años de mi vida! Me quité la ropa manchada de harina, en silencio y con la rabia contenida; desde hacía un tiempo sospechaba que mi esposo me era infiel, por eso, en las últimas semanas, ...
... había optado por escuchar a aquella amiga que decía haberlo visto con otra. Me palpé los pronunciados senos desnudos frente al espejo; no podía entender qué había ido a buscar mi compañero en otra mujer, pero tampoco quería quedarme para preguntárselo cuando regresara. Debía soportar este mal momento con frialdad; calcular, con el mayor pragmatismo posible, qué hacer para remediar cinco largos años de sumisión inútil. Luego de bañarme y perfumarme, busqué entre mis prendas íntimas las más insinuantes, las que sólo había usado en la intimidad para mi marido. Me sabía aún con sensuales y proporcionadas formas; elegí un ajustado vestido salmón que no usaba hacía tiempo y, posteriormente, alisé mi cabello negro con un cepillo frente al espejo del baño, peinándolo a un costado de la manera en que le parecía más insinuante.
- El mundo nos envicia de responsabilidades absurdas - me dije -. El ser humano no merece tan poco.
Primero iría a visitar a Federico, el mejor amigo de Jorge.
Guardé el coche en el estacionamiento y me tomé unos minutos para retocarme el maquillaje. La persona encargada del aparcamiento recibió las llaves y le adelanté una generosa propina, extraída del dinero que Jorge me daba semanalmente para las compras. La luz del sol era débil y se filtraba por entre las densas nubes con un tenue resplandor grisáceo. El edificio en que trabajaba Federico, se asemejaba a un enorme bloque de cemento, erguido a un costado del estacionamiento. La entrada se parecía a ...