Cada lunes después de cenar, de terminar de recoger un poco la cocina y ordenar la cabeza para el día siguiente se iba a la habitación. Hacía la obligada parada en el baño y comenzaba la pesada ceremonia de desmaquillarse. Era un acto tan poco reconfortante, tan desolador como recoger adornos de Navidad en febrero. Tanto derroche de color y fantasía... ¿para qué?
En los últimos días, en cambio, movía el algodón sobre sus mejillas con otro ritmo, con otra ilusión. Limpiarse los ojos y el cuello no anunciaba la llegada de la noche negra y del silencio, no era ya el prólogo del acto íntimo en el que, antes de dormir, aceptaba con resignación el fin de otro día sin historia. Desde que empezó aquel libro, desmaquillarse era más reconfortarte, era la antesala de un encuentro plácido.
Premeditación y alevosía. Tenía todo preparado sobre la mesilla: las gafas, el libro y hasta un frasquito de aceite de cuerpo. Después de una semana disfrutando del encuentro, era mucho más detallista, incluso había elegido por la mañana unas bragas verdes "de la muerte" pensando en la aventura de la noche. Hacía tiempo que no actuaba así.
Se desvistió deprisa y se puso el pijama que había dejado sobre la cama. El día anterior se había mirado desnuda en el espejo del armario, había recorrido su imagen virtual sobre la luna del armario con los ojos y se había sentido bien. Sintió sus tetas llenas, su cuerpo aún terso y decidió qu e no envidiaba a ninguna de las que hacían aerobic en su ...
... gimnasio.
Abrió la cama con cuidado, se recostó sobre la almohada doblada, se puso las gafas y tomó el libro. Pasó directamente las primeras páginas. Sabía casi de memoria como se iban presentando los personajes. Sin esfuerzo, pese a no haber hecho ninguna marca, encontró el lugar exacto, la línea en la que cuatro palabras habían conseguido el primer día encender su deseo y hasta estremecerla. Había releido la situación docenas de veces pero aquellas letras encadenadas, que ella traducía en su mente a una imagen p Había aprendido a aceptarse bastante tarde. Los prejuicios mentales, la educación del colegio de monjas pensaba ella, la habían tenido bloqueda muchos años. Ya había follado muchas veces con su marido y con otros, ya había chupado tres pollas para cuando se atrevió a acostarse con ella misma, a descubrir el placer más íntimo. Pero de aquello también hacía bastante tiempo.
Tomó el libro con una mano y dejó la otra suspendida, en ‘stand by'. Como buena mediterranea se concentraba en recrear la imagen de la escena. Le estremecía aquella chica que ofrecía su coño tierno como agradecimiento sincero y se esforzaba en que el hombre gozara dentro de ella por haberla saca do de aquel apuro económico. Se le humedecían las bragas verdes sólo de pensar lo tierno y salvaje del encuentro, con ella cabalgando sobre un pene que imaginaba enorme, mirando a los ojos a su Los pezones rozaron el pijama de raso. Ya estaban ávidos de caricias, de algún pellizco casi doloroso. Pasó la mano ...