Nadando entre tiburones
Fecha: 24/07/2019,
Categorías:
Transexuales
Autor: Safo_Nita, Fuente: CuentoRelatos
... peor! Tengo que pasear a su señora.
―Ah, sí ―suspiró con alivio―. Créeme, es mejor que vayas con su señora que con él ―fue bajando el tono de su voz―. Aléjate de sus “negocios”; o lo lamentarías, mucho.
Me quedé perplejo, sin comprender muy bien qué quería decir. Lo atribuí a su cortedad mental. Luego, dos años más tarde, me enteré de lo que hacía Don Ricardo en esas reuniones de negocios: organizaba encuentros apasionados con jovencitos, a ser posible universitarios, de cuerpos esbeltos y delicados; los sodomizaba durante horas, hasta dejarlos exhaustos, secos. No es que fuera gay, porque en ocasiones admitía chicas, siempre que tuvieran las caderas estrechas, y con su señora había cumplido sobradamente, cuando ésta era más joven y lozana. Lo que le sucedía es que había desarrollado un tipo de perversión que exigía cuerpos fibrosos y flexibles. Necesitaba criaturas de apariencia débil a las que someter de las más diversas formas, a las que castrar simbólicamente. Además, sólo le satisfacían los orificios estrechos y frescos. En fin, que ese prohombre de éxito, vivía para el vicio más depravado.
Llegó el domingo. La tarde languidecía, sin una nube. Tomé el tranvía para acercarme al lujoso barrio de mi jefe, donde sólo había apartamentos individuales. Pulsé el timbre del nº 36 con decisión y nerviosismo. Tras abrirse el portal automático, la propia Doña María Eugenia De Palacios me recibió en la puerta del vestíbulo. Era una mujer más alta que yo, de curvas marcadas ...
... y algunas carnes ociosas; el cabello, de un rubio apagado, lo enroscaba trenzado tras la corilla. Tenía una frente amplia y una mandíbula cuadrada, rasgos propios de un carácter fuerte. En su juventud seguramente había sido bella y deseable; pero pasados los cuarenta, se esforzaba por disimular el paso de los años. La vista se me fue hacia su pecho, voluminoso, y luego descendió por sus piernas. Llevaba puesto un vestido negro de satén que la tapaba hasta la altura de las rodillas. Se ceñía a su cuerpo como un guante, y daba una imagen fiel de su figura. Enrojecí al darme cuenta de mi impúdica osadía.
¡Vaya mozo que me manda mi marido! me dijo, no sé si en tono de burla. No soy tan joven, señora, respondí. Me miró con severidad, como dando a entender que no debía replicar a una “dama”. Aún tienes mucho que aprender, me dijo. Doña Eugenia no se andaba con medias tintas; decía lo que pensaba, aunque resultase ofensivo. Le sobraba orgullo; la vanidad era calculada. Pero no parecía una estúpida, ni una ignorante. Me pidió que esperara un momento, mientras terminaba de arreglarse. Al girarse y entrar, me regaló con un gracioso bamboleo de sus posaderas; las de una yegua poderosa y altiva, pensé.
Regresó al cuarto de hora, adornada con sus joyas, y la cara cargada de maquillaje. Se puso también una chaqueta corta de pieles, y zapatos de tacón alto. Me entregó las llaves de su coche. Doña Eugenia se sentó detrás, seria. Arranqué emocionado como un niño con su juguete nuevo. ...