Los sucesos del fin de semana no fueron nada comparado con lo que ocurrió el lunes. Me levanté a las siete y pico, como de costumbre, para ir a clase. Mi madre ya estaba levantada, por supuesto, preparando el desayuno, solo para nosotros pues ya sabíamos que mi tía Merche rara vez se levantaba antes de las once. Mientras echaba una meada y me lavaba la cara decidí que no iba a ir a clase ese día.
Estaba seguro de que lo que me había dicho el padre Josué en el confesionario era mentira, pero tenía que comprobarlo en persona. Me odiaba a mí mismo por dudar de mi querida madre aunque fuese solo un poco. La sola idea de que se arrodillase delante de un negro para chuparle la polla me parecía absurda, descabellada, antinatural, y al mismo tiempo no podía dejar de imaginarla, con tanto detalle como si fuese una película porno proyectada dentro de mi cabeza. Tenía que comprobar por mí mismo que todo era mentira.
Fui a la cocina y me senté a desayunar. Mamá llevaba esa prenda tan ligera y colorida, luciendo piernas y un buen escote, vigilado por su pequeño crucifijo dorado. Cuando caminó desde la encimera hasta la mesa me fijé en que sus pies estaban desnudos.
—Vas descalza —comenté.
—Ah, sí, es verdad —dijo, como si no se hubiese dado cuenta. Esas chanclas que me compré hacen mucho ruido y no quería despertarte.
Asentí y sorbí mi café. Era tan buena, tan considerada y amable. ¿Cómo podía poner en duda su decencia? Pero una pequeña parte de mi mente lo hacía. El ...
... negro había conseguido sembrar la duda y me torturaba cada vez que miraba el angelical rostro de mi madre.
—¿Qué vas a hacer hoy, mamá? —pregunté, de forma casual. Quería sondearla pero sin levantar sospechas. De todas formas, si de verdad iba a la iglesia a pecar con el cura no me lo diría.
—Poca cosa, cariño. Iré al mercado. ¿Necesitas algo? —dijo ella. Su tono de voz y la expresión de su cara eran normales. Si estaba ocultando algo lo hacía a la perfección.
—No. Nada.
Decidí no insistir. Podría perder el control y terminar acusándola de algo que seguramente no había hecho. Terminé de desayunar, me vestí y me despedí de ella con un beso en la mejilla.
La iglesia estaba en una pequeña plaza, con una fuente, bancos de piedra y algunos árboles, rodeada por varios edificios no muy altos. Justo enfrente del templo había una cafetería, y desde dentro podía verse la entrada. Podía vigilar sin peligro, ya que si mi madre entraba en la iglesia le daría la espalda a la cafetería en todo momento. Me acomodé en una mesa y esperé.
Al encargado le extrañaba ver allí sentado a un skinhead durante varias horas, sin consumir nada más que un café, pero no se quejó. Como ya dije, en el barrio nos tenían miedo a mis amigos y a mí. No perdía de vista ni un segundo la plaza y la puerta de la iglesia. A eso de las diez y media casi se me sale el corazón por la boca. Era ella, sin lugar a dudas. Su silueta menuda y llena de curvas coronada por el moño rubio era inconfundible. Vestía ...