... de donde nunca debió marcharse.
Con ambos pies juntos otra vez, me distancié para tomar un poco de aire. Desde lejos pude ver el paisaje con mayor claridad. Me había centrado tanto en palparlos, olerlos y saborearlos que no había tenido tiempo de disfrutarlos con la vista. Cuando lo vi por primera vez simplemente me pareció un pie más bello de lo normal, pero ahora me parecía una obra de arte difícil de igualar. Ya no me masturbaba, sólo contemplaba con silenciosa admiración. Me preguntaba dónde habían estado estos dos toda mi vida, si todo lo que había vivido hasta aquel entonces no había sido más que un sueño y ellos eran lo único verdadero. Daba gracias a la vida por ser tan afortunada y haber tenido tal privilegio. Me quedé embobada mirándolos un buen rato. Quizás sólo fueron 5 segundos, pero a mí se me hicieron eternos. Había olvidado quién era, dónde estaba y lo que se suponía que tenía que estar haciendo. Uno de ellos me dio cariñosamente una pequeña bofetada que me despertó del trance.
Y entonces me di cuenta de lo que tenía que estar haciendo: mis amigos me estaban esperando. No les hice esperar mucho tiempo y en seguida me abalancé de nuevo sobre ellos. Ya más tranquila, los iba acariciando suavemente, besándolos con dulzura. A cada beso que daba no podía evitar sonreír como una tonta, o más bien, como una enamorada. Como una tonta enamorada. De hecho, sentí mariposas en el estómago por un instante. Vi la herida que le había hecho y me sentí culpable. Quise ...
... curarla con mis besos, pero cuanto más besaba, más me excitaba. Ahora la lamía en lugar de besarla. Y finalmente la dulzura se convirtió en locura. Cogí uno de los pies y le escupí cinco veces. Iba a usar la lengua para esparcir la saliva, pero yo, que ya no sabía muy bien ni lo que estaba haciendo, terminé esparciéndola con la cara. Cuando iba a hacer lo mismo con el otro, el muy condenado se había vuelto a escapar. Estaba bajando por mi cuerpo dirección mi entrepierna, dejando marcas de saliva allí por donde pasaba. Llegó a su destino y sin pedir permiso metió el pulgar en mi vagina. Tenía planeado sacarlo de ahí para devolverlo a su sitio, pero de repente comenzó a dar saltitos que me hicieron cambiar de idea. Me conformé con seguir empapando en babas al que ya tenía entre mis manos. Pero como gracias al otro cada vez me era más difícil respirar, tuve que parar. Dejé de sobarlo como una cerda y apoyé la cabeza en él, hundiendo el pelo en el mar de saliva que yo misma había creado. Miré hacia abajo, hacia el saltarín, y le ayudé a saltar. Puse ambas manos bajo el talón y lo impulsé hacia arriba. Cada vez saltaba más deprisa, cada vez saltaba más alto, y el eco de cada salto se expandía por todo mi cuerpo. Sabía que el momento estaba cerca. Alcé la mirada hacia el cielo y me preparé para gemir como nunca antes. Me pregunto a qué distancia se habrían oído mis gemidos si un pie muy travieso no me hubiese taponado la boca con sus cinco dedos. Mi cuerpo se contrajo y brotaron ...