... Permanecimos un rato en aquella posición, deseando yo que aquel hechizo no se rompiera, esperando que el miembro recuperase la erección. Jaime no tuvo paciencia y se echó a un lado, en el movimiento aquel tesoro abandonó su cueva.
–Fue delicioso, dije mirándole, mientras él me contemplaba con cara de niño travieso. ¡Ha comenzado la luna de miel!, pensé.
Mis esperanzas pronto se truncaron. Todos los demás intentos acabaron llenándome el sexo y los muslos de semen, no era capaz ni de meter la punta antes de correrse. Alguna vez agarré su mano y la situé sobre mi coño, esperando que al menos me hiciera gozar con sus dedos, pero no sé si por pudor o por ignorancia, su mano permanecía inerte sobre mi empapado y anhelante sexo. Me mentía a mí misma diciéndome que todo era debido a su estado de ánimo y a la ansiedad que le había provocado la llamada de Joaquín, un compañero del banco, que le dijo que a la vuelta le esperaba una agradable sorpresa, que los rumores apuntaba a que sería el director de una nueva sucursal que iban a abrir en fechas próximas. Un día, después del enésimo intento fallido, se quedó mirando al techo y dijo: tendré que ir al médico. Yo procuraba restarle importancia, diciendo que cuando volviésemos a la vida normal todo iría bien, aunque pienso que sin mucha convicción.
Para colmo de males, el día que llegamos a La Coruña tuvimos un accidente con el coche, en un cruce nos empotramos literalmente en un camión de reparto de cerveza que salía marcha ...
... atrás. A nosotros no nos pasó nada, pero el coche quedó bastante dañado; se lo llevó la grúa a un taller y nos dijeron que tardarían por lo menos dos semanas en repararlo. Nos quedamos completamente desmoralizados y sin saber qué hacer.
–Casi mejor si nos vamos a casa, dije yo, ya volveremos a buscar el coche.
–¿Y qué hacemos, volvemos en taxi?, dijo Jaime como reflexionando en voz alta.
–No sé si me apetece ir en taxi, repuse.
–¿Y cómo quieres que vayamos?
–Podemos ir en tren, me hace ilusión, nunca me he montado en un tren.
Así lo hicimos. A las ocho de la tarde subimos a un tren que no era ninguna maravilla, pero al menos teníamos espacio para movernos; además, iba casi vacío y ocupamos un compartimento nosotros solos. Poco después se nos sumó otra persona, un hombre de mediana estatura, moreno, musculoso, bien parecido, de mirada cautivadora. Rondaría los cuarenta, portaba una mochila y se comportó muy educadamente; se sentó frente a nosotros, hizo algunas preguntas y luego comenzó a hablar de sí mismo, dijo que era médico, estaba divorciado y tenía un hijo de diez años que vivía con su ex mujer. También nos habló de cómo había descubierto los encantos de las poblaciones rurales de Galicia, que venía todos los años desde hacía no sé cuántos. Mi marido estaba mohíno y se limitaba a contemplar el paisaje mortecino a través de la ventanilla, y Roberto no callaba, tenía una voz agradable y ponía mucha atención cuando hablaba yo; también se le iban los ojos a mi ...